domingo, 24 de junio de 2007

La Dama Blanca (3ª parte)

Antes de partir hacia el castillo principal Tamada había ordenado a la dócil Akane que no se separase de Takeshi hasta que este se recuperase completamente y ella había cumplido gustosa las ordenes de su señor. Todo el mundo creía que el viejo samurai no viviría para ver un nuevo amanecer sin embargo los expertos cuidados de la dama y una extraña serie de sucesos permitieron que el valeroso guerrero se recuperase.

La primera semana tuvo que ser alimentado con agua y miel usando un diminuto junquillo y sus vendajes fueron cambiados a diario aplicando sobre la fea herida un emplasto de olor infernal que trataba de mitigar, aunque fuera solo en parte, los efectos de la infección. Lo normal en ese tipo de heridas era que el paciente sufriese una fiebre aguda y que se retorciese sudoroso en su lecho gritando y soñando con antiguas batallas y demonios de su pasado sin embargo nada de esto le ocurría a Takeshi. El samurai dormía placidamente, sin apenas revolverse, y acostumbraba a sonreír en sueños mientras repetir una y otra vez “tócala de nuevo muchacha”.

Todo esto, aun siendo inusual, no era alarmante pero cada vez que Akane veía el pequeño amuleto de jade de Takeshi un escalofrío recorría su espalda. Había intentado retirarlo de su cuello en dos ocasiones y cada una de ellas había sentido un calor abrasador que pese a no dañar su piel le había hecho retirar la mano. Además, cada vez que el samurai sufría una fiebre aguda el amuleto parecía cambiar de color y el guerrero se tranquilizaba con la misma rapidez con la una madre cortan el llanto de un recién nacido cuando lo coge en sus brazos.

La primera vez que Takeshi abrió los ojos y descubrió que la legendaria Akane estaba cuidando de él hizo caso omiso a las reiteradas petición de la dama para que se quedase quieto y tras varios intentos, y entre toses que le procuraban un dolor agudo, esbozó una reverencia y la llamó “hija del sol”.

- Descansa noble samurai – dijo ella con la sonrisa más dulce y sincera que había exhibido en los últimos quince años mientras recordaba sus nobles orígenes y la caída de su clan. Un extrañó código de honor que solo un hijo del sol naciente comprendería le obligaba a servir a los que otrora fueron sus enemigos y aunque estos le había quitado su noble posición nadie le había arrebatado ni su honor ni su exquisita elegancia. Ahora debía servir a los Minamoto y estos gustaban de exhibirla como si fuese un trofeo pero cada vez que aparecía en publico todo el mundo caía rendido por su elegancia y su refinamiento.

Algo más de dos meses tardó Takeshi en estar en condiciones para viajar hasta el castillo principal y aunque aun no estaba plenamente recuperado las noticias de los primeros enfrentamientos con el clan Takada le hicieron presentarse ante el Daimio.

Todo el mundo tenía claro que el intento de asesinato de Tamada había sido ordenado por la familia Takada pero al ser estos un clan tan poderoso como el suyo se había evitado un enfrentamiento directo y se había optado por pequeñas escaramuzas fronterizas mientras se organizaba la gran contienda.

La herida estaba cerrada pero Takeshi sintió un fuerte pinchazo cuando se arrodillo ante Tamada ejecutando la acostumbrada referencia.

- Me alegra verte recuperado porque necesito a mis mejores hombres – Dijo Tamada mientras el viejo samurai inclinaba la cabeza agradeciendo las palabras de su señor.

- No he olvidado lo que hiciste en el castillo de Junko y eso me ha hecho obviar tus otras acciones - Dijo el Daimio con un ligero tono de censura y cuando Takeshi hizo una nueva reverencia ordenó que trajeses la katana.

- Tiñe su hoja con la sangre de mis enemigos – Dijo Tamada mientras entregaba el arma a Takeshi siguiendo un medido ceremonial de reconocimiento al valor de su súbdito.

El viejo samurai inclinó la cabeza y tras recoger la katana abandonó la estancia. No se atrevió a mirarla con detalle hasta que llegó al patio principal donde tras desenvainarla descubrió que la hoja tenia grabadas tres pequeñas olas que indicaban que era un trabajo del viejo Kenji, uno de los mejores artesanos y una auténtica leyenda en vida.

Desde ese día cada batalla en la que participaba Takeshi se convertía en una victoria para el clan Minamoto y cada vez que las tropas del Daimio flaqueaban el valor del viejo samurai les daba nuevos ánimos. Cada golpe y cada tajo que daba eran una pequeña obra de arte y todo el mundo envidiaba su técnica y su arrojo sin embargo con cada muerte el viejo samurai se distanciaba aun más de los suyos y del mundo.

Cuando el enemigo veía la media luna de su kobuto y el símbolo del aire bordado en oro sobre su jimbaori azul sabía que todo estaba perdido y aunque eran muchos los que cruzaban su espada con él en busca de la gloria nadie pudo infligirle el más mínimo rasguño y nada tuvo que ver en ello el amuleto pues todo era fruto de la pericia que había alcanzado con su obsesión casi enfermiza por el entrenamiento.

El corazón de Takeshi solo había estado realmente vivo mientras Akiko estuvo a su lado y cuando su delicada esposa murió con tan solo 22 años el samurai se dedicó por completo a depurar su técnica de lucha en un proceso que se había prolongado durante casi treinta años que no le había reportado un solo segundo de alegra o placer pero le había servido como excusa para levantarse cada día. Cuando otros dormían él se ejercitaba con la katana. Cuando otros bebían hasta perder el control él se adentraba en el bosque con su arco y practicaba hasta que anochecía. Cuando otros compartían su cama con hermosas cortesanas él limpiaba su armadura y daba lustres a los herrajes de su corcel.

Ahora, tras cinco meses de lucha con el clan Takada, todo esta práctica había dado sus frutos y lo habían convertido en un guerrero de leyenda. Podía ver miradas de admiración en sus compañeros y caras de miedo en sus rivales sin embargo lejos de sentir orgullo cada día se veía sumido en una tristeza aun mayor. Ya no compartía tienda con sus camaradas y permanecía sentado durante horas lejos del campamento hasta que le avisaban para la lucha. No bebía ni intimaba con mujeres las escasas veces que eso era posible. Apenas comía y la cuando no estaba meditando escribía extrañas letanías haciendo gala de una caligrafía soberbia y ya eran legión los que se referían a él como el sôhei (el monje).

Takeshi ansió el fin de la contienda desde el mismo día en que Tamada lo llamo a su castillo y cuando este al fin llegó se sintió aliviado, casi feliz. El clan Takada había sido destruido por completo y todo el mundo esperaba el momento en el que el Daimio premiase al sôhei con un gran castillo pues no había duda de que Takeshi había sido el más fiel y eficaz de todos sus generales.

- Elige el Castillo que quieras y serás el nuevo señor de esas tierras – Dijo el Daimio con tono sereno mientras el resto de generales esperaban la respuesta de Takeshi.

- Su excelencia es demasiado genero con este viejo guerrero pero si alguna gracia me concede prefería que fuese la de liberarme de su servicio - Dijo Takeshi con un tono que denotaba un profundo cansancio.

Todo el mundo en la sala se miró desconcertado pues la petición pese a ser humilde rayaba la insolencia y resultaba cuando menos inconveniente.

- Quedas liberado de mi servicio - Dijo Tamada sorprendiendo a todos con su afabilidad y después añadió - Sin embargo como ultimo servicio tendrás que aceptar una renta de 2.000 kokus y una parcela de tierra –

Takeshi inclinó la cabeza en señal de aceptación y agradecimiento y al día siguiente comenzó una nueva vida que lo llevó hasta una modesta casa alejada del mundo y rodeada por cerezos donde sustituyo el entrenamiento militar por la contemplación de la naturaleza.

De su anterior vida solamente guardó la katana que en su día le regaló el Daimio y en señal de respeto la limpiaba con relativa frecuencia y la mantenía lista para una lucha que ni deseaba ni tendría que emprender.

Durante siete años nada extraño pasó y el amuleto, que ya durante la guerra parecía haber dejado de funcionar, no dio señal alguna de vida y Takeshi llegó a convencerse de que si alguna vez tuvo algún poder esta había desaparecido.

Cambió de opinión una tarde de abril cuando al prepararse para uno de sus paseos la pequeña pieza de jade quemó su pecho en el mismo instante en el que un pequeño temblor de tierra hizo caer el pedestal de la katana. Takeshi no deseaba empuñarla de nuevo pero las veces que el medallón le había indicado algo todo había salido bien de modo que tomó el arma y salió a dar su paseo con ella.

© Coronel Nathan Kurtz (JFM - 2007)
Probhibida la reproducción de este relato

1 comentario:

butherfly dijo...

Pues me has dejao aún más ansiosa con la espera de la conclusión... menuda manera de entretenerme manteniéndome en suspenso... ggggrrrrrrr
Con todo, mola... gracias
Besucos de cariño y otro chupachus en premio por tan buena entrega...